lunes, 28 de junio de 2010

Viajeros


La llegada del período estival nos inclina hacia los naturales momentos de relajación y nos incita a muchos a emprender viajes con ánimo de conocimiento, de distracción y también con un punto de emulo aventurero. Nuestros viajes suelen ser sencillas aventuras turísticas con mayor o menor grado de satisfacción según los resultados de lo que pretendíamos hacer o ver. Y aunque algunos tendemos a evitar aglomeraciones, lugares comunes en horas habituales e incluso buscamos la independencia casi total del viaje, no podemos abandonar nuestro papel de turista ya que, como certeramente apuntaba Paul Bowles en El cielo protector, el tiempo es una diferencia fundamental entre turista y viajero: "Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra".
Ha habido muchos escritores que han viajado por el mundo recogiendo sus impresiones y además nos han dejado muchos de ellos certeras visiones de su época, aderezadas con el humor y la ironía distante, pero casi todos han acabado regresando a su hogar para finalizar sus obras. También han existido grandes viajeros dedicados de forma más ocasional a la literatura que han sabido plasmar con acierto diverso sus aventuras o que han sacado provecho de todo lo que han ido asimilando -pienso en auténticos exploradores y viajeros implicados en los lugares por donde pasaban como nuestro insigne Alí Bey o grandes aventureros de la talla de Richard F. Burton y T. E. Lawrence-.
Entre la estirpe de los escritores viajeros de pura raza destacaría aquí la figura de mi admirado Robert Louis Stevenson, quien pasó los últimos años de su corta existencia buscando un lugar donde ser feliz, y también un rincón donde su maltrecha salud le permitiera un momento de reposo.
Después de recorrer Norteamérica para recuperar a su amada Fanny, decidió embarcarse rumbo a los mares del sur con su familia -madre, mujer e hijastros-. Lo que empezó siendo un viaje de placer por las islas Marquesas, las Pomotú, Hawai o Samoa en busca de esa mejora para la salud de Stevenson, una búsqueda que siempre persiguió su anegada y aventurera señora, acabó siendo el viaje de sus vidas, el destino que le llevaría a su último rincón de tierra al igual que en el relato de Tolstoi.
Como en las palabras que antes citaba de Bowles, Stevenson y Fanny pasaron del inicial viaje turístico a un viaje sin tiempo que les llevó a surcar los archipiélagos más remotos, habitados por tribus caníbales o reyes de otros tiempos. Pero lo cierto es que el viaje fue saludable para el escritor y Fanny fue capaz de soportar los trajines marítimos a cambio de ver a su compañero en buenas condiciones.

Cuando en 1890 llegaron a Samoa, Stevenson supo que habían encontrado su lugar y decidieron construir su hogar definitivo. En Vailima vivió Stevenson con su familia y precisamente uno de sus hijastros, Lloyd Osbourne, retrató ese paisaje y esa época en el evocador escrito titulado Un retrato íntimo de Robert Louis Stevenson. Allí, reconocido y admirado por la gente del lugar que le otorgó el hermoso nombre de Tusitala, pasaría sus últimos cuatro años de vida creando algunas de sus grandes obras el insigne Stevenson. Y allí yacen los eternos viajeros, en lo alto del monte y al pie del horizonte oceánico, cubierto Stevenson por los versos que el mismo creara:



Bajo el inmenso y estrellado cielo,
Cavad la tumba y dejadme yacer.
Alegre he vivido y alegre muero,
pero al caer quiero haceros un ruego.

Que pongáis sobre mi tumba este verso:
Aquí yace donde quiso yacer;
de vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador.

lunes, 21 de junio de 2010

Mundos reducidos

El mundo es observable desde muchas perspectivas y la posibilidad de las diversas miradas sobre un mismo elemento da un excelente juego narrativo. En sus dos primeros viajes, Gulliver se enfrentaba a una aventura similar desde dos perspectivas bien diferentes, lo cual implicaba también una postura distinta para adaptarse a cada medio.
También el cine, que ha sabido nutrirse de las fuentes narrativas, ha asimilado muy bien esa jugosa temática del ser humano en un mundo extraño que es el suyo propio, pero en una dimensión distinta. Existen varias películas de humanos reducidos por motivos diversos que se enfrentan a un espacio que en un principio les es cercano, pero que en función de la nueva forma adquirida constituye un mundo nuevo, lleno de peligros y sorpresas desconocidas hasta entonces. Esta temática de raíz fantástica ha sido explotada con mayor o menor acierto en varias películas, como las que aquí presento.
Dr. Cyclops (1940) de Ernest B. Schoedsack es una simpática película sin grandes pretensiones que explota el tema del científico loco y visionario, un sabio iluminado con sed de conocimientos pero sin consideraciones éticas de ningún tipo, que consigue reducir a seres vivos a través de sus experimentos. Se trata del doctor Thorkel, el cíclope al que alude el título, pues tiene una figura semejante y una ceguera que lo emparenta con el mitológico personaje de La Odisea y además retiene a sus oponentes en un reducido espacio semejante a la cueva en la que se ven inmovilizados Ulises y sus compañeros de viaje. En esta obra los objetos cotidianos adquieren fuerza dramática gracias a que tienen nuevas utilidades debido a la variación de proporciones. La película conserva un regusto naif, pero en ningún momento adquiere la maestría de sus dos grandes obras en colaboración, su épico King Kong y su terrorífico El malvado Zaroff.

Viaje alucinante (1966) de Richard Fleischer supone otra variante científica de la reducción de humanos. En este caso, se reduce a conciencia a un grupo de cinco miembros con el objetivo de explorar, embarcados en una nave submarina, un espacio muy próximo pero totalmente desconocido: un aventurero viaje hacia el interior del cuerpo humano. La película se convierte en una especie de documental, con la estética pop del momento, que trata de mostrarnos a gran escala el funcionamiento de nuestro organismo. Pero por suerte, debemos agradecerle a Fleischer -un director muy bien curtido en trabajos con ritmo de aventura, como lo demuestran sus maravillosas 20000 leguas de viaje submarino o Los vikingos- que la película sea coherente con el cine fantástico que representa y que su misión continúe manteniendo los buenos ingredientes de una obra de aventura espacial, es decir, una misión peligrosa, un villano en la tripulación dispuesto a echarla a perder, un espacio que ofrece múltiples dificultades y peligros y una buena dosis de tensión a ritmo de reloj con cuenta atrás. En este heterogéneo grupo, el doctor Duval se encarga de dar el punto filosófico al viaje, disertando sobre el infinito y el alma humana y pronunciando frases del tipo : "Los filósofos medievales tenían razón. El hombre es el centro del universo" o ante el éxtasis producido por la entrada en el cerebro citando aquello de "Y sin embargo todos los soles que iluminan el universo lucen apagados ante el resplandor de un solo pensamiento, proclamando en incandescente gloria la sin igual mente del hombre".

El increíble hombre menguante (1957) de Jack Arnold es una película basada en una pequeña novela de Richard Matheson, autor encargado también de guionizar la obra. Este film ha ido adquiriendo prestigio a lo largo de los años y es que, a pesar de ser una realización de las denominadas serie B, conserva el encanto de su temática y sus sorprendentes efectos especiales. La historia trata sobre un personaje que, afectado por una nube tóxica, comprueba como se va reduciendo de tamaño hasta una dimensión imperceptible. De hecho, en los últimos momentos se da cuenta de "que próximos están lo infinitesimal y lo infinito". Si Viaje alucinante era una exploración interior que defendía la idea del hombre como centro del universo, El increíble hombre menguante parece salirse de la limitada dimensión humana y como Matheson narra en los tramos finales de la novela: "Para un hombre, cero centímetros significaba nada. Pero para la naturaleza, el cero no existía. La existencia continuaba en ciclos infinitos".
Desde el punto de vista del fantástico, la película de Arnold es ciertamente muy atractiva, pues nos introduce en el género a partir de la manipulación del punto de vista. La alteración del espacio cotidiano que se va produciendo para un personaje que mengua, es una idea explotada soberbiamente, pues ese cambio de perspectiva al que aludía al principio es el que acaba provocando la tensión narrativa requerida. El director y el guionista nos muestran con sutileza las pequeñas alteraciones que se van produciendo en el entorno y en los objetos que rodean al protagonista y hacen que nos vayamos identificando con su tragedia. Lo que más aprecio de esta gran película es su capacidad de viajar de lo más pequeño a lo infinito sin abandonar el sótano de una casa.
Estas son películas que han crecido con el tiempo y necesitan el rescate de los buenos aficionados.

domingo, 13 de junio de 2010

Un cajón de cuentos (X): El Cazador cazado de Wilkie Collins

Wilkie Collins es un autor apasionante que parece estar reviviendo en los últimos años a tenor de la continua publicación de obras suyas. Parece que sus grandes novelones decimonónicos han vuelto a encontrar a un público decidido a dejarse envolver por sus tramas, algo que ya lo había convertido en un popular escritor de finales del XIX. Hasta el momento su nombre sólo parecía haber sobrevivido gracias a esas dos obras maestras del suspense: La dama de blanco y La piedra lunar, pero ahora quien haya tenido la oportunidad de dejarse atrapar por sus palabras, tiene a su disposición una gran cantidad de novelas y relatos; aunque debo advertir que la adicción a Wilkie Collins es seriamente peligrosa.
En una época donde parece que han vuelto las novelas de gran bulto, es decir, aquellas que acumulan páginas pero no calidad, la presencia de un auténtico narrador como Collins se agradece y es que, como decía su gran admirador T.S. Eliot: "Las novelas más grandes tienen en sí algo que garantizará su lectura, por lo menos por un pequeño número de personas, aun cuando la novela, como forma literaria, dejara de cultivarse. No se pretende que las novelas de Wilkie Collins tengan esta permanencia. Sólo son interesantes si nos gusta leer novelas. Pero todavía se escriben novelas y no hay ningún novelista contemporáneo que no pueda aprender algo de Collins en el arte de interesar y emocionar al lector".
Y es que la cualidad que siempre se ha resaltado más de Collins es su capacidad para mantener la intriga de una historia, pero además es evidente para quien se haya acercado a alguna de sus grandes obras, que Collins también fue un gran creador de personajes, generados por medio de la acumulación de detalles, personajes de gran realismo implicados muchas veces en tramas inverosímiles. También es de justicia reconocerle la magistral habilidad para urdir y mantener sus tramas durante centenares de páginas y el sentido único del misterio y el drama que tanto influirían en el último Dickens; pues cuando se habla de Collins, hay que referirse indisociablemente a Dickens, ya que fue éste quien le hizo evolucionar como novelista, incluso llego a compartir alguna obra con él. Su relación se inició en 1851 y perduró con altibajos hasta la muerte del gran maestro en 1870. Dickens le hizo participar en los semanarios que dirigía y Collins escribió por entregas sus grandes novelas, una manera idónea de desarrollar sus tramas pues cada capítulo entregado dejaba en suspense una resolución que llegaba en el siguiente -una forma de trabajo que se percibe en una lectura actual de sus obras-. A todo ello se une su brillante técnica de ir dando voz a varios personajes a través de diarios, cartas o informes.
Pero lo más sorprendente es que su dominio de la trama en las novelas de misterio melodramático es aplicable a sus relatos de carácter más macabro y sobrenatural. El cazador cazado es una historia corta que descubrí hace años en una antología de relatos policíacos de Borges y Bioy Casares y que he redescubierto en su original ubicación, es decir, como relato perteneciente al libro La reina de corazones, una especie de Decamerón decimonónico donde tres ancianos se dedican a contar una serie de historias para evitar que la agradable visita de una joven se ausente; este hilo conductor hace que desfilen diez narraciones de variado tipo y estilo por la novela. De ellas, algunas memorables, elijo El cazador cazado por ser pura diversión aderezada con trama detectivesca, donde Collins utiliza la misma técnica que en sus obras más conseguidas; es decir, nos transmite las sensaciones e informaciones de la historia a partir de cartas con informes policiales. En ellas descubriremos a un personaje patético paseando su miseria y estupidez ante los ojos del lector, pero todo contado con gran sentido del humor y amenidad. Aunque el relato es de tono humorístico, da la sensación de que el incompetente personaje está más presente en nuestras vidas de lo que podíamos imaginar y la historia es un verdadero adelanto de las maravillosas creaciones que muchos afortunados todavía tienen la oportunidad de descubrir.

lunes, 7 de junio de 2010

Ilustrando sueños (II)

En una entrada anterior tuve el placer de escribir sobre uno de los grandes ilustradores del siglo XX, el británico Arthur Rackham. He pensado que estaría bien ir presentando a los que más me gustan, pues considero el mundo de la ilustración de libros un arte apasionante, lleno de grandes creadores que nos han hecho soñar con sus imágenes algunas de las mejores historias de la literatura.
Junto a Arthur Rackham, existe un dibujante sobresaliente que compartió los años de gloria en la época dorada de la ilustración, se trata de Edmund Dulac, un autor francés que creció profesionalmente en Inglaterra.
Edmund Dulac, nacido en 1882 en Toulouse, estudió bellas artes en su ciudad y en París donde compartió habitación con un profesor que le daba lecciones de inglés a cambio de retratos. Inspirado por pintores como William Morris o Aubrey Beardsley, aumentó su pasión anglófila hasta el punto de cambiar su vocal "o" de Edmon por la "u" de Edmund, con la que se daría a conocer; hasta en la escuela se le conocía como "l'anglais", una escuela en la que por cierto había estudiado el gran Alphonse Mucha y en la que se matricularía el otro gran ilustrador del siglo, el danés Kay Nielsen.
Tras viajar a Londres, vivió los primeros éxitos de Rackham con sus creaciones para Rip Van Winkle y Peter Pan, que llegaron a exponerse en la Galería Leicester. Allí mismo presentó Dulac sus trabajos y, tras la grata impresión que causó su obra, se le encargaron las famosas acuarelas que ilustraron The Arabian Nights en 1907. Después de este trabajo, Dulac se decantó por las obras de exotismo oriental, mientras Rackham se interesaba por la mitología nórdica y los fantásticos seres pobladores del bosque. De hecho, estuvo tan fascinado por la cultura oriental que estudió lengua y escritura árabes, además de chino, hebreo y persa. No obstante, también es reconocido por sus luminosas ilustraciones de los cuentos de Andersen.
En su gran momento de gloria llegó a firmar un contrato con la Galería Leicester y la editorial Holder & Stoughton para vender sus ilustraciones, pero el inicio de la Primera Guerra Mundial supuso un obstáculo en su ascendente carrera debido a las restricciones de papel.
Después de haber creado fascinantes obras maestras de tono oriental como El Rubáiyát o Simbad el marino y de ilustrar La tempestad de Shakespeare o los poemas de Poe, acabó su carrera realizando caricaturas humorísticas, postales, diseño de vestuario teatral, sellos y billetes.
Como Rackham, perteneció a la edad de oro de la ilustración de libros infantiles y almanaques de regalo, pero mientras el inglés fue un apasionado de la línea, Dulac fue el gran maestro de la acuarela colorista. Sus trabajos con tres colores básicos: amarillo, rojo y azul y sus tonalidades plateadas y oscurecidas le confieren a sus fantasías árabes y a sus memorables dibujos para Andersen una belleza inigualable, acuarelas ricas en pigmentos de color y detallismo que son capaces de crear una atmósfera idónea de cuento y situarnos en el paisaje adecuado.
Posteriormente, fascinado por las miniaturas persas, su trabajo evolucionó y la sustancia de sus modelos y texturas se decantaron por el contorno, por el aplanamiento de la escena y la simplificación de las figuras. Por contra, se adornaron más las superficies con ricos cortinajes y túnicas y su paleta se volvió más luminosa, resaltando los colores con mucha expresividad. Realmente parecía otro ilustrador, pero en todo caso mantuvo esa pasión por el color que lo hizo tan destacable.
Os dejo un vídeo con algunas de sus obras donde un buen lector puede intentar descubrir algunas de las historias que tan bellamente ilustró Edmund Dulac.