En la literatura anglosajona del siglo XIX se produjo un auténtico boom de escritoras atraídas por el género fantástico, desde las más emblemáticas Mary Shelley, Ann Radcliffe o Emile Brontë hasta las más o menos reconocibles por los amantes del género, Edith Nesbit, Edith Wharton, Vernon Lee, Willa Carther, Charlotte Riddell, Helena Petrovna Blavatsky y un largo etcétera de autoras que se perdieron en el camino, pero que abrieron una vía para el posterior reconocimiento de otras grandes del siglo XX que bordearon el fantástico con absoluta maestría como Isak Dinesen, Shirley Jackson, Dafne du Maurier o Angela Carter.
Es posible constatar que tanto la novela gótica como el posterior cuento de fantasmas victoriano estuvieron dominados por escritoras, como también se puede afirmar que el público que más se deleitaba con los misterios y terrores de la época era el femenino, quizás por tener tiempo y capacidad lectora muy superior al de los hombres. Se han apuntado numerosas hipótesis para esclarecer este fenómeno singular y sobre el primer supuesto, el porqué de tantas escritoras adscritas al género, Michael Cox y R. A. Gilbert se aventuran a exponer que “tal vez las mujeres, al vivir en los márgenes de la sociedad durante el siglo XIX, se vieran impelidas de un modo especial a escribir sobre los márgenes de lo visible, pues las historias de fantasmas abordan el tema del poder y, por lo tanto, bien podría esperarse que atrajeran a quienes sienten la falta de autonomía en su propia existencia. Desde un punto de vista más técnico, Julia Briggs ha sugerido que el gusto por lo legendario y la sensibilidad a los estados de ánimo y a las atmósferas dotan (a las mujeres) para esta forma concreta”. Lo cierto es que en una sociedad de estricta moral y rígidas costumbres, la mujer se veía encorsetada y una de sus grandes vías de evasión era la lectura –recordemos la gran tradición pictórica al respecto-, por lo que las revistas y semanarios dedicadas a su potencial sensibilidad fueron en aumento y con ellas la mayor demanda de autoras femeninas que empezaron a proliferar para ofrecernos auténticas joyas del género breve que se adecuaba mejor al formato. Así “la literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto destacado entre los gustos literarios de las mujeres –junto a los melodramas románticos y las novelas históricas-, porque las trasladaba a lugares exóticos y misteriosos, les hacía vivir aventuras increíbles sin correr riesgo y, además, alimentaba su fascinación por lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo imposible a la razón” en palabras de Antonio José Navarro.
Y es que al adentrarnos propiamente en el cuento de fantasmas victoriano nos encontramos con algunas autoras de calidad excepcional. De entre todas ellas descolla de forma breve pero contundente Margaret Oliphant, la autora de uno de los relatos más memorables del género, La puerta abierta, auténtica pieza maestra admirada por el mismo M. R. James. Esta prolífica escritora es casi exclusivamente recordada por esta historia, a pesar de haber escrito más de cien obras a lo largo de su vida. Sobre los tintes trágicos de su vida siempre se ha resaltado la penuria sufrida por haber perdido a su marido y sus siete hijos, detalle que me parece muy destacable para entender la concepción dramática de esta historia.
La puerta abierta es un relato de fantasmas muy intenso que consigue una tensión inusual en este tipo de obras. Conjuga a la perfección los elementos clásicos sobre historias de aparecidos a través de esa mansión en ruinas envuelta por la noche cerrada y brumosa, con el dramatismo de un padre luchando por encontrar la solución para ayudar a dos niños que sufren en común a través de un invisible hilo que los comunica. Una naturaleza capaz de transmitir sensaciones y ecos del pasado, una simbólica puerta que aguanta los derruidos muros de la casa abandonada y una lastimera voz que reclama son suficientes para conseguir estremecer al lector. Es probable que la autora realizase en este relato un ejercicio de regresión para comunicarnos mediante la literatura la tristeza de su pasado, cosa que logra de forma inolvidable.
Margaret Oliphant supo exponer en su cuento la turbadora sensación que pueden desprender las buenas historias espectrales como cuando hace explicar al narrador que “hay momentos y sonidos en la naturaleza perfectamente comprensibles, como el crujido de las pequeñas ramas en la escarcha, o la gravilla del sendero, que a veces producen un efecto tan fantástico que uno se pregunta intrigado quién lo ha producido; pero esto sucede cuando no hay un verdadero misterio. Les aseguro que estos efectos son incomparablemente más turbadores cuando se sospecha que hay algo”.