martes, 30 de noviembre de 2010

Un cajón de cuentos (XIV): Mendel el de los libros de Stefan Zweig

He pensado muchas veces en todos esos datos que se han ido acumulando en mi cabeza durante años, referencias de libros, autores, editoriales o colecciones que se amontonan sin aparente sentido y que tienden a salir de forma inesperada. Forman parte de una memoria selectiva, realmente caprichosa que selecciona detalles insospechados de las lecturas y consultas que uno va haciendo a lo largo de los años. Mi biblioteca, que ha ido ampliándose a medida que la compulsión lectora ha crecido, ha permitido un desbordamiento de datos derivados de los libros arribados, lo cual me lleva a pensar que parte de mi cerebro ha quedado ocupada como un fichero casi virtual. Y si todo eso puede ocurrir en la cabeza de un sencillo lector, debo imaginar que los libreros contienen en su testa un archivo de proporciones insospechadas, unas mentes capaces de saber, sin el menor asomo de duda, si tal o cual libro ocupa sus estanterías o sus apilados y desodernados montones -naturalmente me refiero a los libreros de viejo o a los de librerías especializadas-. Imagino que todo se trata de entreno visual de la memoria en el día a día, aunque no puedo dejar de maravillarme.
Y es que a los aficionados a los libros, nos llaman la atención las historias que hablan sobre ellos, sobre gente relacionada con el  libro o sobre la pasión de la lectura, pues las sentimos como propias, como si fueran códigos secretos con el que los lunáticos librescos nos podemos comunicar. Stefan Zweig fue uno de esos escritores que habló mucho sobre los libros de los otros, con la pasión de un afanoso coleccionista de autores, pero también fue ese escritor de extraordinaria cultura que vivió subyugado por el período de la explosión cultural vienesa y que acabó sus días en un tiempo que ya no era suyo, recordando el mundo del ayer. No me puedo resistir a ofrecer como pequeño esbozo sintético de su figura el retrato que evocaba Mauricio Wiesenthal en su Libro de Réquiems: "Sin tener que pasar por la bohemia oscura -aunque utilizándola, a veces, como un escenario estético- consiguió realizar el sueño de todos los jóvenes románticos: viajar por países lejanos, visitando y conociendo a los hombres más interesantes de su tiempo; editar novelas de éxito que el cine convertía en oro; escribir versos esteticistas y puros, sin tener que ceder a las presiones de la crítica o de los editores; pronunciar manifiestos heroicos y proclamas rebeldes en momentos comprometidos; conocer de joven el amor hogareño; levantar sus fundaciones y elegir sus escenarios en los lugares más bellos de la tierra; ser aclamado y premiado en todas partes como redentor de los poetas malditos, defensor de los herejes, azote de los verdugos y abogado de las causas perdidas".
De Stefan Zweig existe un relato de unas sesenta páginas titulado Mendel el de los libros, al que llegué de manera casi fortuita y que desde ahora mismo ha pasado a formar parte de mis imprescindibles. Todo sucedió a través de dos casuales que se conectaron en el momento justo en mi archivo mental: por un lado escuchaba una entrevista con Jaume Vallcorba, editor de las prestigiosas Quaderns Crema y El Acantilado, quien hablaba de los libros editados en su grupo y entre ellos se mencionaba de pasada la constante recuperación de un clásico como Stefan Zweig -indicativo de la calidad del autor-; por otra parte leía al vuelo un comentario en el que dos personas se congratulaban de la lectura de este memorable cuento sin más. Me decidí a buscarlo en las librerías y descubrí que tanto El Acantilado como Alba editorial lo tenían publicado, pero también recordé que disponía de unas vetustas ediciones de las obras completas de Zweig editadas por Juventud hacía más de cincuenta años que debía repasar. A primera vista, lo más parecido era una historia titulada Buchmendel  que ya me hizo sospechar que me encontraba en la pista correcta, así que separé "buch" de "mendel" y al buscar la traducción de la primera palabra tuve el relato, Libromendel , es decir: Mendel, el de los libros. El Acantilado, la red virtual, mis viejos libros y las conexiones neuronales me habían llevado directamente a la historia de Jacob Mendel.
La historia que relata Zweig en este cuento contiene un punto de ternura por ese personaje tan especial, el librero con sede en el vienés café Gluck, dotado de una memoria excepcional que le permite recordar todos los datos de un libro y los lugares donde hallarlo. Mendel vive por y para su memoria, aislado de un mundo convulsionado por la I Guerra Mundial que al fin sera la causa de su ostracismo vital. Descrito por el narrador como un hombre legendario, zahorí de los libros y símbolo del conocimiento, es un lector de extraña compulsión: "leía  con una tan conmovedora identificación, que el leer de todos los demás hombres me ha parecido, desde entoces, profano". A la vez un hombre ajeno a la realidad, a todo aquello que no estuviera recogido en un libro. Pero Mendel el de los libros es también la historia del final de una época de solidaridad y creencia en los valores y de desmoronamiento de un mundo de ideales arrasado por una cruel guerra que llevará al personaje hacia su caída física y mental, "Mendel ya no era Mendel, como el mundo no era tampoco el mismo". 
Acaba Zweig con su apologética defensa de los libros en este relato memorable que no debe faltar en la biblioteca de ningún buen amante de los libros y la lectura: "yo, que debiera saber que si se producen libros es precisamente para comunicarnos con los humanos más allá de nuestra vida, y desquitarnos así de la inexorable contrapartida de toda existencia: la inestabilidad y el olvido".

domingo, 21 de noviembre de 2010

El alma y la desmesura de los Karamázov

Si la gran novela pertenece al siglo XIX, se puede afirmar con rotundidad que Rusia es el epicentro de sus mejores logros o, dicho de otra manera, Tolstoi y Dostoyevski son la cumbre novelística. Afirmar esto no supone ninguna originalidad, pero si uno lo hace tras la lectura de alguno de estos clásicos es que ha comprendido el peso que ejercen en la literatura.
Enfrentarse a las complejidades de un Dostoyevski mayor es una tarea que requiere esfuerzo y comprensión, mente abierta y posiciones nada rígidas para dejarse llevar por el fluir de personajes atormentados y muy elaborados, por historias que derrochan la pasión del carácter ruso que el autor tan bien conocía y supo describir. La recompensa a todo ello es haber penetrado y comprendido el alma humana con mucha mayor claridad -Nietzsche dijo que fue "el único psicólogo del que he podido aprender algo"-.
La última obra que dejó escrita Dostoyevski fue Los hermanos Karamázov, que aparece como el testamento literario de toda su obra, pues al decir de los críticos allí se encuentra la síntesis de su novelística, un compendio de novela social, psicológica y filosófica. Aún teniendo en cuenta que Los hermanos Karamázov es una obra maestra absoluta, con una fuerza tan arrebatadora que en ciertos momentos te paraliza al sentir que estas abrazando pasajes irrepetibles y sublimes, hay que tener en cuenta que Dostoyevski planeaba la ejecución de una continuación que complementara a ésta. La obra que vio la luz debía hacer comprensible la segunda donde Alexiéi, el héroe que nos anuncia en el prólogo, sería el protagonista casi absoluto aunque envuelto en las graves contradicciones karamazovianas. Pero como no podemos imaginar hasta dónde podía haber llegado si la muerte no le hubiera acaecido, hay que limitarse a indagar en todo aquello que dejó escrito. 
Si en esta novela hay algo que se ha remarcado siempre es su creación de personajes y la profundidad psicológica entregada a cada una de sus creaciones,  que actúan como un verdadero manual caracteriológico. La actitud empática de Dostoyevski con sus personajes y su indudable dote narrativa nos permite compartir emociones y sentimientos hasta un punto inusual. La novela es principalmente la historia de un crimen, aunque yo diría más bien el estudio del carácter karamazoviano a raíz de un crimen familiar, ya que los tres hermanos son diversas representaciones, llenas de contradicciones y complejos, del carácter del pueblo ruso y como tales ejercen hasta el límite sus dudas filosófico-morales y religiosas ante los hechos. Dimitri representa el ser ingobernable, exaltado, irreflexivo, juerguista y jugador irredento pero a la vez el más sensual y sincero, capaz de comprender su culpa y expiarla; Alexiéi es quizás el de mayor profundidad ética, compasivo, generoso e infundido de misticismo; Iván es un alma racional e intelectual pero visiblemente atormentada por su ateísmo y poseído por una obsesión nihilista.
Dostoyevski nos habla en profundidad del castigo y la culpa, envuelto en reflexiones sobre religión y ateísmo. Y el alma Karamazoviana, tan complicada, es capaz de dar cabida a ambas y librarse en combate constante, como ocurre en personajes tan complejos como Dimitri e Iván. Esta obra avanza a través de estos personajes que se encuentran en una desgarradora y permanente dialéctica, enfrentándose a su destino. Si alguna vez la complejidad del alma humana ha sido mínimamente radiografiada en la literatura, fue Dostoyevski quien nos dio las mejores lecciones. Stefan Zweig dejó escrito en su breve biografía al referirse a los personajes de sus novelas que: "Dostoyevski sólo ama a sus hombres mientras sufren, mientras revisten la forma exaltada y antagónica de su propia vida, mientras son, como él, caos que pugna por convertirse en destino".
Los hermanos Karamázov contiene algunos momentos de una altura literaria y filosófica incuestionable, como toda la escena del clímax final en el juicio, como el tierno seguimiento de la muerte de Iliúshechka con su esperanzador final, o como las escenas de Iván con el diablo y su increíble relato titulado El gran Inquisidor que le sirve para replicar a su hermano en materia de religión, pero el conjunto global me hace pensar que después de esta lectura (y de Dostoyevski en concreto a quien pienso retornar) el listón queda a una altura infranqueable.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Un cajón de cuentos (XIII): La gallina degollada de Horacio Quiroga

El estado de desvarío mental en los escritores ha generado innumerables páginas de buena literatura. Las mentes alucinadas y trastornadas nos han llevado por el irregular camino de historias deformantes y de terrores producidos por lúcidos pensamientos hilvanados en una situación de falsa realidad. Poe, Maupassant y Quiroga son tres autores que han circundado los caminos de la locura en sus relatos con gran asiduidad, un recorrido que les ha llevado a la descripción de mentes enfermas y alucinadas capaces de ver terrores no físicos o de hacer de ese estado mental una sensación propiamente ominosa.
Horacio Quiroga, confeso admirador de estos dos maestros y por circunstancias personales abocado también a la locura en sus escritos, nos legó una obra cuentística modélica que perfila al primer gran narrador del género corto en lengua castellana. Como decía, su atormentada y dramática vida repleta de suicidios, muertes accidentales, muertes por enfermedad y abandonos tenía que verse reflejada casi obligadamente en sus historias y así su primer gran libro de cuentos tenía el esclarecedor título de Cuentos de amor de locura y de muerte. Son cuentos muy efectistas donde se ve un dominio absoluto de la técnica, y es que es justo recordar que Quiroga también fue uno de los primeros autores en abordar la poética del cuento en ensayos como Manual del perfecto cuentista, La retórica del cuento y Decálogo del perfecto cuentista, este último un conocidísimo compendio de diez reglas básicas para la escritura de cuentos, de las cuales me quedo y comparto absolutamente la primera: "Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo".
Horacio Quiroga siguió cultivando el cuento preferentemente, en colecciones tan modélicas como Cuentos de la selva para los niños, Anaconda, El desierto o Los desterrados. Cuentos fantásticos, macabros, terroríficos, también tiernos y amorosos,  pero ciertamente siempre rondados por la muerte. Aunque no utilicen el mismo lenguaje, las temáticas parecen acercarle claramente a sus maestros, como por ejemplo en el obsesionado personaje de La lengua, tan cercano a El corazón delator de Poe, o sus Cuentos de la selva para niños que nacen bajo el influjo de El libro de la selva de Kipling. A veces se acerca insospechadamente a otros maestros no reconocidos como en ese original cuento vampírico titulado El almohadón de plumas que nos retrotrae a algunos conocidos pasajes del Drácula de Bram Stoker. Pero también parece prefigurar las historias que más adelante traerá Rulfo en cuentos como El hombre muerto. De lo dicho se hace evidente que Quiroga es un puente hispano con la narración breve más clásica.
De sus Cuentos de amor de locura y de muerte, traigo uno de sus más desgarradores relatos, uno de esos cuentos de efecto -que decía Quiroga- y que pasa por ser su pieza más reconocida. Es fácil rendirse ante un cuento relatado con tanta eficacia, con un narrador distante que propicia la creación de un frío ambiente necesario para ir avanzando hacia el clímax desgarrador del final. La gallina degollada es un relato estremecedor y macabro -emparentado en algún sentido con esa obra maestra que es Freaks, La parada de los monstruos-, donde Quiroga reproduce con brutalidad la realidad, una historia de desamor y desilusión que destroza cualquier atisbo de esperanza. El autor consigue envolvernos en ese halo de pesimismo y logra transmitirnos unas sensaciones desasosegantes. Personalmente, pienso que nunca la crueldad estuvo tan bien narrada.
Horacio Quiroga yace en el cajón de los semiolvidados y tan solo se recuperan algunas de sus célebres historias. Es necesario otorgarle, aunque sea tras su muerte, un instante de la felicidad que nunca tuvo reconociéndolo como el gran maestro que fue y leyéndolo de nuevo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Los claroscuros de Max Reinhardt

En los inicios del siglo XX se desarrolló en Alemania una de las cinematografías más atractivas del naciente nuevo medio que tendría una repercusión extraordinaria en el progreso y crecimiento del cine. 
Es fácil sentirse fascinado ante la proliferación de grandes cineastas, actores, guionistas o escenógrafos que dejaron su huella antes del advenimiento del nazismo, culpable asimismo del masivo éxodo de genios que se produjo hacia un receptivo Hollywood. A principios de siglo eclosionó este movimiento expresionista como una respuesta airada al impresionismo, un movimiento tan popular en aquella Alemania que impregnó todo el panorama cultural -pintura y literatura fueron las artes pioneras  más destacables e influyentes-. Naturalmente, la fuerza de este movimiento exaltado y atormentado, deformador  y de sensibilidad gótica, hijo del pensamiento idealista alemán del XIX, debía incidir temática y artísticamente en la creciente potencia cinematográfica alemana. No obstante se debe aclarar que no todo el cine producido en aquel periodo de entre-guerras en Alemania estaba marcado por el expresionismo, aunque la calidad de las obras bajo este epígrafe  y su posterior repercusión nos hace creer que todo el cine alemán era expresionista. Pero es que los aficionados al cine guardamos un casi exclusivo recuerdo de esas obras de corte fantástico que han perdurado por encima de otro tipo de cine, obras maestras como El gabinete del doctor Caligari, El Golem, Nosferatu, Fausto, El doctor Mabuse, Metrópolis y tantas otras.
Este cine es un  complemento al movimiento plástico y literario que se desarrollaba en Alemania. De hecho, el expresionismo cinematográfico es hijo directo de la dramaturgia de su tiempo, porque todas las inventivas del teatro fueron aplicadas con gran acierto al nuevo medio. En su Historia básica del arte escénico, César Oliva y Francisco Torres Monreal apuntan algunas de esas claves del teatro expresionista que acabarán convirtiéndose en pautas referenciales para el cine, como la aportación de libretos con un realismo desfigurado "surgido en parte del inconsciente, de sus sueños y pesadillas, de los mitos colectivos y sus ritos esotéricos", una escenografía basada en juegos de sombras y claridades proporcionadas por la iluminación, un decorado y combinación de actores construido en base a "sus líneas de fuerza, sus momentos de exaltación y sus gritos" y una ausencia de maquinaria distractora que pudiera impedir la implicación del público en el espectáculo.
Y si existe un personaje fundamental en el teatro alemán de ese periodo, ese es Max Reinhardt quien fuera un inspirado y renovador director teatral que aunque, según Lotte H. Eisner no tenía relación en sus trabajos con el expresionismo, ejerció una gran influencia en ese cine gracias a sus aportaciones en el campo de la iluminación, vestuario y escenografía. Sus trabajos de iluminación derivan de una necesidad: las restricciones de luz sufridas en Alemania que obligaron a pintar e idear espacios de contrastes entre la luz y la sombra. La técnica de iluminar bruscamente un personaje o un objeto para concentrar la atención del espectador, mientras el resto queda en penumbra fue una característica adoptada por el cine expresionista y heredada magistralmente por el cine negro y de terror del período clásico americano. El desarrollo de las técnicas en iluminación se convirtió en su mayor tributo, una aportación fundamental en el progreso del cine del que todavía debemos estar agradecidos.
Pero esencialmente este gran animador teatral que fue Max Reinhardt ejerció su influencia en todo ese cine expresionista que acabó adoptando sus contribuciones escenográficas, la  creación de personajes y  vestuario. De hecho, su compañía teatral estuvo integrada en algún momento por personalidades relevantes de ese cine y otros que realizaron su aprendizaje con el gran maestro y así encontramos bajo su influencia cineastas como  Murnau, Wegener, Lubistch, Muni, Preminger o Dieterle y actores como Conrad Veidt o Emil Jannings. 

Max Reinhardt, como un personaje inquieto que era, además de revolucionar el teatro con centenares de espectáculos de dramaturgos clásicos y contemporáneos, quiso probar suerte en el cine y aunque en el período alemán llegó a dirigir tres películas, se le recuerda especialmente por su adaptación de El sueño de una noche de verano, codirigida con su discípulo William Dieterle. Pocos hombres conocían el teatro de Shakespeare tan bien como él y en particular esta obra, con la que había cosechado sus mejores éxitos y por eso, cuando la Warner decidió traspasarla a la pantalla, le encargó su dirección y no escatimó en gastos al crear un enorme bosque en dos grandes platós, dejando la coreografía de las criaturas del bosque en manos de la hermana del gran Nijinski al son de la música de Mendelssohn, los increíbles efectos especiales a cargo de Byron Haskin y un plantel de actores de primera categoría. La película fue un gran fracaso, pero hoy en día es rescatada como una obra de culto, revisión muy detallista de esa deliciosa comedia de Shakespeare -más nombrada que leída- y que nos trae los mejores apuntes de Max Reinhardt. 
Os invito a revisar la filmografía expresionista donde podréis apreciar el talento que rezuma de este gran genio teatral.