Siempre he entendido que el viaje es conocimiento. Para el ser humano, recorrer nuevos espacios significa abrir las ventanas de la consciencia, apercibirse de la amplitud de todo lo ignorado y con actitud inquieta, intentar aprehender la experiencia de lo vivido. En los tiempos que nos ha tocado vivir, la mayoría no pasamos de ejercer de simples turistas que, en el mejor de los casos, intentamos emular a ese apasionado viajero descubridor de antaño y sucumbir cual Stendhal ante la belleza que nos rodea. La época de los exploradores y descubridores finalizó a principios del siglo XX, aunque aún reservó algunos coletazos para algunos intrépidos aventureros que se resistían a perder ese espíritu, que desde siempre ha sido motor en el desarrollo del ser humano.
Aceptando nuestra condición de cómodos viajeros, con capacidad para controlar cualquier sobresalto que nos depare la travesía, ya sólo nos queda la experiencia del viaje y la capacidad de sorprendernos ante lo visto y vivido, lo cual no es poco. Y pienso que la mejor manera de enriquecer nuestra experiencia es recogiendo visiones ajenas que permitan reflexionar, conocer y disfrutar del lugar antes, durante y después para poder integrarlo a nuestra percepción y así convertir el viaje en esa fuente de conocimiento a la que aludía en un principio.
Probablemente sea Venecia uno de los paradigmas de ciudad para turistas y viajeros desde hace siglos, pues no en vano fue cuna de Marco Polo, el arquetipo del viajero definitivo en nuestra cultura. Esta ciudad, que guarda mucho de su poderoso esplendor marítimo, parece una reliquia que se deleita en su crepúsculo al mirarse reflejada en sus canales, una ciudad que atrae miles de turistas al año, atrapados por el cliché de lugar donde el amor romántico todavía es posible. Pero por suerte la Serenísima ofrece mucho más, algo que no puede pasar inadvertido a quien esté dispuesto a entregarse a su serena belleza, como no le pasó a Chateaubriand que, en los años finales de sus Memorias de ultratumba, evocó el sublime encanto de una ciudad anclada en su pasado: “En Venecia hay suficiente civilización para que la vida encuentre en ella sus delicias. Lo fascinante del cielo evita que exista la necesidad de una mayor dignidad humana; una fuerza de atracción exhala de estos vestigios de grandeza, de la huella de las artes de que se está rodeado. Los restos de una antigua sociedad que produjo tales cosas, llenándonos de indiferencia por una sociedad nueva, no os dejan ningún deseo de futuro. Os gusta sentiros morir con todo cuanto muere a vuestro alrededor”.
Y coexistiendo con la visión más romántica de la ciudad, existe una literatura que busca la mirada oscura de los canales, como recordando que Venecia fue asolada por la muerte que trajo la peste –un hecho todavía muy vivo para los venecianos que aún mantienen como una de sus fiestas más importantes la del Redentore, celebración que guarda relación directa con el agradecimiento por el final de la epidemia-. Para ello las lecturas de relatos como Nunca vayas a Venecia de Robert Aickman, La noche de Cagliostro de Jose Mª Latorre o No mires ahora de Daphne du Maurier, permiten imaginar el lado más sombrío y enigmático de la ciudad de los canales.
Claro que visitar una ciudad también requiere conocer su historia, sus lugares y sus personajes. Llevar una guía descriptiva puede ser útil para situarse, pero cualquier mente curiosa necesita embarcarse en un viaje de descubrimiento, de conocimiento e incluso de apasionamiento por el lugar que te muestran los sentidos. Además de avanzar en el callejeo de la ciudad con un par de guías sencillas pero aclaratorias, un buen libro para entender la ciudad ha sido Venecia de Casanova de Félix de Azúa, guía cultural de un período singular de su historia que me ha permitido acercarme a la ciudad en toda su complejidad.
Pero en Venecia lo que uno debe hacer principalmente es callejear, perderse en su enrevesado entramado, siempre con los sentidos bien dispuestos y hasta el agotamiento, porque la característica que mejor define a esta ciudad es ese continuo de canales y callejas dispuestos como el más intrincado laberinto ideado por Borges. Los laberintos venecianos se convierten en la alegórica y desesperada búsqueda de la sensualidad y la belleza encarnada por Tadzio en La muerte en Venecia de Thomas Mann: “Una tarde, siguiendo las huellas del hermoso, se perdió en el dédalo interior de la ciudad enferma. Incapaz de orientarse, pues las callejuelas, canales, puentes y plazuelas de aquel laberinto se parecían demasiado entre sí, incapaz de determinar siquiera los puntos cardinales, sólo cuidaba de no perder de vista la figura que tan ansiosamente perseguía; y viéndose obligado a tomar ignominiosas precauciones , como era avanzar pegado a las paredes u ocultarse detrás de los transeúntes, tardó mucho en advertir la fatiga, el agotamiento que su deseo y la tensión continua habían provocado en su cuerpo y en su espíritu”.
Y es que allí donde la Commedia dell’arte floreció, donde el carnaval embellece a sus gentes entre máscaras misteriosas, burlescas o grotescas o donde la góndola se convierte en el sigiloso vehículo que permite a Venecia ser una ciudad única por su silente cautela, allí también se abre una ciudad ideal para los más pequeños, capaz de obsequiarles con historias tan maravillosas como Los gondoleros silenciosos de William Goldman que permiten atraparlos en su inabordable misterio. Es probable que pocos hayan percibido la belleza como la pudieron sentir los antiguos Dux venecianos apostados junto a los ventanales de su admirable palacio, observando el incomparable marco ofrecido por el gran canal y la laguna y constatando que el poder, oscuro como evidencian las mazmorras que ocultaban ese esplendor en el subsuelo del palacio, puede no estar reñido con la serena hermosura veneciana.