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lunes, 28 de marzo de 2011

Fantásticos eruditos


Cuando alguien escribe algún comentario al respecto de una obra tan reconocida como Alicia en el país de las maravillas, es común recordar que su autor Lewis Carroll  fue un anónimo profesor de matemáticas del Christ Churg College de Oxford que pasó la mayor parte de su anodina vida entre las paredes de esa Universidad, dedicado a sus trabajos de matemáticas, sus diagramas lógicos o sus análisis de paradojas. Pero para la historia de la creación literaria es un dato remarcable la obsesiva fijación que tuvo por las niñas durante su estancia en la institución, y en concreto su apasionamiento por Alice Liddell, una de las hijas del decano del College, fruto de la cual nacería una de las obras más singulares de la imaginación fantástica. Sería la misma Alice quien reclamaría al profesor que pusiera por escrito el fascinante relato que en la tarde del 4 de julio de 1862 éste les había contado a ella y a sus hermanas  mientras surcaban en barca un afluente del Támesis.
Y es que el tedio que se puede dar cuando alguien se encierra obsesivamente en una institución que no da más aventuras y experiencias que las debidas a la lectura,  puede poner en marcha la maquinaria de la imaginación más desbordante. Como el caso de Richard Garnett, que desempeñó varios cargos durante toda su vida y siempre en la misma institución: la biblioteca del Museo Británico. De su ingente labor en el cargo se han destacado sus artículos para la Enciclopedia Británica, sus numerosas traducciones o sus monográficas biografías de Milton, Carlyle, Emerson o Coleridge. Pero para la historia de la literatura, Garnett es el autor de un inolvidable libro de relatos titulado El crepúsculo de los dioses, una de las lecturas más inteligentes y mordaces que he leído en mucho tiempo, donde el autor rescató toda su erudición clásica y con una sutil ironía despedazó religiones, mitos, creencias, tradiciones y gobernantes. Un libro único que le sirvió para ser rescatado de su ascético refugio.
En estos sacrosantos altares de la ciencia y la erudición, dedicados a la enseñanza y la investigación, aparecieron autores que encontraron una puerta abierta a la imaginación y se entregaron en sus ratos de ocio  a desplegar ficciones fantásticas y terroríficas que se alejaban de su frecuente mundo. Así el catedrático de Cambridge, Arthur Reed Ropes se convirtió en un prolífico autor de canciones para comedias musicales y farsas, pero también nos legó bajo el seudónimo de Adrian Ross una sorprendente novela titulada El agujero en el infierno. Se trata de una historia de carácter sobrenatural ambientada en el marco histórico de las guerras de religión en la Inglaterra del siglo XVII; un espacio sombrío en las marismas que oculta un misterio de naturaleza tenebrosa, unos personajes abocados al abismo y un clima de opresión constante hacen de esta novela un extraordinario hito del fantástico que ha pasado desapercibido.
M.R. James
Y emparentada con esta obra está el gran Montague Rhode James, a quien el mismo Ross dedicó su obra. James fue director del Eton College y del King's College de Cambridge y destacó como prestigioso medievalista y lingüista. Sería ocioso destacar aquí la gran cantidad de serios estudios que llevó a cabo durante su larga y rutinaria vida universitaria, pero en cambio hoy es recordado de forma unánime por ser el mejor escritor de cuentos de fantasmas, al ser el renovador de la tradición espectral que había llevado a un alto nivel su admirado Joseph Sheridan Le Fanu. Éstas poco más de veinte historias que escribió M.R. James como pasatiempo y distracción de sus labores docentes están ambientadas en los espacios que tan bien conocía: bibliotecas, iglesias, archivos, antiguos cementerios. Además destacan por su sabio humorismo y por su capacidad de sugerir en vez de describir al detalle. El mismo James nos describe su técnica: "Seánnos, pues, presentados los personajes con suma placidez, contemplémoslos mientras se dedican a sus quehaceres cotidianos, ajenos a todo mal presentimiento y en plena armonía con el mundo que les rodea. En esta atmósfera tranquilizadora, hagamos que el elemento siniestro asome una oreja, al principio de modo discreto, luego con mayor insistencia, hasta que por fin se haga dueño de la escena".
M. R. James pertenecía a la Chitchat Society de Cambridge, asociación que promovía las veladas de conversación cultural. En la histórica reunión del 28 de octubrede1893, James leyó sus dos primeras historias fantasmales ante un reducido auditorio, entre los que se encontraba otro insigne miembro, Edward Frederick Benson, hijo del arzobispo de Canterbury y quien unos años después continuaría la tradición fantasmal de su amigo y maestro con excelentes resultados.
J.R.R. Tolkien
Otros dos grandes profesores de lengua y literatura de la Universidad de Oxford cimentaron su amistad entre los muros de este idílico espacio y legaron al unísono un mundo de fantasía inigualable. Por un lado C.S. Lewis escribió para la posteridad el mítico mundo de Las crónicas de Narnia, saga de novelas que recogieron todo un compendio de seres fantásticos ante unos sorprendidos niños de la guerra. Pero sobre todo fue J.R.R. Tolkien, quien durante años fue alumbrando el fascinante mundo que se vería recogido en obras tan populares como El señor de los anillos o El hobbit, un mundo donde el autor fue capaz de crear y desarrollar una mitología y lengua propias, unos detallados mapas de los territorios y un sinfín de historias afines.
Algunos de estos sabios eruditos que habitaban en esos templos del saber, supieron encontrar una vía de escape donde consignar las fantasías generadas por sus lúcidas mentes, donde poder desencorsetarse de la rigidez de un espacio que imponía gravedad y así huir por momentos de los rigurosos métodos científicos, poblando su mente de maravillosos territorios soñados y otorgándonos a los lectores el placer de degustar sus horas de ensueño.