En su discurso de aceptación
del Premio Príncipe de Asturias de 2009, el escritor albanés Ismaíl Kadaré
decía: “Una vez aceptamos que el de la literatura y las artes es un mundo
paralelo, referencial, ya hemos admitido también que es un mundo rival. Y en
consecuencia, dado que la rivalidad conduce de forma habitual al conflicto, lo
queramos o no habremos de admitir que entre esos dos mundos, el de la vida y el
arte, habrá conflicto. Y conflicto hay. En ocasiones declarado, otras velado.
El mundo real posee sus propias armas contra el arte en ese enfrentamiento: la
censura, las doctrinas, las cárceles. Así como también el arte dispone de sus
medios, sus fortalezas, sus herramientas, en fin sus armas, la mayor parte
secretas”.
Estas palabras son, de
hecho, representativas y justificativas de una obra que se enmarca en un
ambiente de represión totalitaria. Y es que Kadaré ha desarrollado la mayor
parte de sus escritos bajo uno de los regímenes comunistas más opresivos y
desconocidos del siglo XX, representado por una figura omnipresente en la vida
de los albaneses como si de un gran hermano orwelliano se tratara, la del
dictador Enver Hoxha y su implacable aparato de Estado.
Según Ramón Sánchez
Lizarralde, traductor y gran valedor en nuestro país de la obra de Kadaré, este
autor es uno de los últimos colosos de la literatura porque en su obra se
recuperan los grandes debates y tragedias de la humanidad, bebiendo de la
literatura oral y de los clásicos, y adaptándolos a las circunstancias y
condiciones de cada período histórico. Y todo ello se encuadra con una obsesión
por el tema de la opresión y sus mecanismos de sumisión, fruto de la
experiencia personal. Su trabajo es, probablemente, una de las más lúcidas
reflexiones sobre el poder del Estado y sus relaciones con los individuos, lo
cual lo emparenta directamente con las mejores obras de Orwell y Kafka –curioso
comprobar que comparte con este autor la cercanía aproximativa en las
estanterías de librerías y bibliotecas, más allá de su proximidad nominal, pues
es para mí evidente que Kadaré es el auténtico heredero cultural del autor
checo-.

El
palacio de los sueños es, ante todo, una denuncia de los regímenes
totalitarios y una lúcida reflexión sobre el poder. La alegoría es su método, aunque
los paralelismos con el régimen de Hoxha y el estalinismo son tan evidentes que
sorprende que esta obra, a pesar de haber estado silenciada, fuera publicada en
uno de los momentos más duros de la dictadura. La historia nos habla de la lucha
de poder con una familia aristocrática de raigambre que atesora incluso
antiguos cantares de gesta –envidia del sultán-, a partir de uno de esos sueños
maestros. Pero en realidad, su fuerza reside en la capacidad que tiene Kadaré
para mostrarnos ese mundo de pesadilla hasta en sus mínimos detalles, la
angustia y el desasosiego que emanan de la situación creada como fiel reflejo
del tipo de sociedad al que muchos países se vieron abocados.