La Tempestad, última obra de Shakespeare, se suele interpretar como una summa de su teatro; en palabras de Jan Kott, “un drama sobre las ilusiones perdidas, sobre la amargura de la sabiduría y la fragilidad y persistencia de la esperanza”. Si convenimos que Shakespeare es una cima literaria inalcanzable, aceptaremos que reescribir una obra llena de tantos matices supone una auténtica temeridad, pero salir más o menos airoso con la propuesta es un logro digno de admiración.
Y es que en 1965 el escritor británico John Fowles publicaba una variante de la obra del bardo inglés titulada El mago, obra que le tuvo atrapado durante más de una década y que incluso llegaría a reescribir para una edición revisada en 1977. Situada entre sus dos trabajos más reconocidos, El coleccionista (1963) y La mujer del teniente francés (1969), esta obra es una propuesta compleja y fascinante que ha cautivado a muchos lectores entre los que me encuentro, aunque para muchos otros es la más irregular de sus novelas porque no alcanza todas sus pretensiones –curioso que a pesar del titánico esfuerzo que supuso para Fowles, nunca se sintió plenamente satisfecho de su logro-.
La historia recoge la aventura iniciática de Nicholas Urfe, un descreído y ególatra personaje que huye del amor de su ex-novia Alison, a quien no ha sido capaz de corresponder, para instalarse como profesor de inglés en una escuela-residencia de la isla griega de Phraxos. En este luminoso espacio, conocerá a un enigmático y adinerado personaje llamado Conchis que vive en una villa casi inaccesible. A partir de este momento se sucederán una serie de juegos y charadas que pondrá en marcha este creador misterioso y que abocarán a Urfe hacia una laberíntica trama de engaños y complicaciones a los que se someterá voluntaria o involuntariamente. Como un gran Dios creador, Conchis organiza un gran metateatro que implica al lector, quien se ve igualmente embaucado y enredado en la trama, al hacerse cómplice de la situación de Urfe –la pretensión inicial de Fowles era titular la obra como The Godgame-. Junto a este hermético personaje, aparecen dos hermanas gemelas de nombres Lily y Rose que simbolizan para Susana Ortega “la faceta espiritual y carnal de Alison, la novia de Nick, una mujer completa que contiene en sí todas las potencialidades del alma, pero cuyo valor este nunca ha sido capaz de apreciar” y que tienen una importancia esencial en el juego simbólico pretendido –la azucena blanca y la rosa roja son símbolos utilizados en la poesía inglesa Romántica y Victoriana para expresar la concepción patriarcal de la mujer como ser dual y contradictorio. El origen de esta simbología se remonta a la leyenda cristiana según la cual el rosal blanco que tenía Eva en el Jardín del Edén se tornó rojo de vergüenza tras cometer ésta el pecado original-.

En El mago existe un viaje iniciático, pero también es un libro que combina magistralmente la historia, el erotismo o la mitología en un ambiente de misterio y suspense. En ciertos momentos aparece como una reescritura de novela gótica, pero envuelta por un escenario atípico como es la intensa luz y la calma de una isla griega. Este ambiente, que parece en principio poco propicio para el misterio, se convierte en una baza muy acertada de la novela. La confusión tramada por Fowles, con sus giros inesperados o las constantes idas y venidas de las gemelas, evocadoras de esa escisión apuntada anteriormente sobre el esteriotipo patriarcal de la Eva pecadora y la virginal María, consigue confundir al lector tanto como al protagonista hasta que llega a entender la finalidad del Juego Supremo, donde nosotros actuamos como espectadores de una gran función que se cierra con los versos finales que recoge el autor: “Mañana habrá amor para el que nunca ha amado y para el que ama habrá mañana amor”. Pero para aquel que no haya sabido desentrañar el misterio siempre quedan las palabras que en un momento dado le dirige Conchis a Urfe: “El ser humano necesita que haya misterios. Lo que no necesita precisamente es que se resuelvan”.
La aventura incomparable que supone esta lectura es una gran experiencia. El autor teje una tela de araña como el propio mago, como el mismo Próspero, donde el lector acaba naufragando voluntariamente. Mi deseo es seguir dejándome llevar por los misterios de este escritor.