Aunque hoy en
día tendemos a utilizar la palabra folletín para enjuiciar despectivamente
aquellas tramas que son propensas a extenderse sin mesura, lo cierto es que, en
su nacimiento, los folletines fueron tan populares que precisamente la longitud
de los mismos fue la característica que mejor los definió y por la que
obtuvieron tan amplio favor del público lector. Pero en verdad, el folletín
propiamente dicho, tuvo una corta vida, aunque como método de publicación se extendió
por muchos países desde la originaria Francia que lo había creado.
El inicio del
folletín hay que buscarlo en los diarios franceses de principio de siglo XIX,
los cuales reservaban una parte inferior de sus páginas, denominada rez-de-chaussée o feuilleton, para publicar la crítica literaria, teatral y musical.
A partir de 1836 se lanzaron de forma simultánea los diarios Le Siècle y La Presse, que decidieron publicar en la parte inferior de sus
páginas y a lo largo de varios números una novela completa. La primera obra en
publicarse con este método fue La vieille
fille de Balzac en el primero de esos diarios, entre noviembre y diciembre de aquel año. Al
poco tiempo aparecerían las primeras obras de Alejandro Dumas (padre) que se
erigió en el auténtico maestro del folletín, publicando allí sus obras más
populares como El conde de Montecristo,
Los tres mosqueteros y sus
continuaciones, La reina Margot o Joseph Balsamo. Junto a Dumas, los
autores que mejor sobrevivieron a esa avalancha de obras que se dieron durante
los veinte o treinta años que duró el fenómeno, fueron Eugène Sue con Los misterios de París y El judío errante, Paul Féval con El Jorobado y Los misterios de Londres o Ponson du Terrail con su ciclo de Rocambole.
Seguramente El conde de Montecristo de Alejandro
Dumas sea la obra más emblemática del género folletinesco, además de constituir
una de las obras cumbres de la novela del siglo XIX. La popularidad de esta
obra se ha mantenido intacta desde su publicación y ha superado sin problemas
los infructuosos intentos de cierta crítica elitista que pretendía rebajarla a
simple novela popular para las masas, con escasas virtudes para mantenerse en
el Olimpo de las grandes creaciones.
Así que si el
método de publicar las novelas por entregas significaba que los autores debían
inventar toda una serie de artificios para mantener el interés del lector,
resulta que la narración de Dumas es un ejemplo a seguir, pues su escritura
mantiene el suspense aun en las situaciones más cotidianas. El conde de Montecristo es una novela de
aventuras porque contiene todo aquello que demanda una historia con un
personaje de acción, pero también es una novela de costumbres porque nos
muestra detalladamente la vida cotidiana de los variados personajes que pueblan
la novela y aún se podría hablar de obra históricamente precisa y verosímil.
El conde de Montecristo ha sido definida como la historia de una venganza. Edmond Dantès,
el protagonista absoluto de esta novela, dedicará su vida a castigar el mal
recibido por tres personajes que representan la envidia, los celos y la
ambición. Su implacable justicia, apoyada en la riqueza y la sabiduría, se
convierte en el eje que vertebra toda la historia. De hecho, la fuerza que
contiene este personaje de irresistible magnetismo, proviene de su aura divina
que parece situarlo por encima de todo, pero que a la vez lo desvirtúa como ser
humano, ya que su sed de venganza y su fría disposición para planificarlo todo
con tanto detalle lo convierte en el personaje más cruel de la función. La
novela está estructurada en tres partes que coinciden con tres espacios físicos
donde se desarrolla la historia. En la primera parte que sucede en Marsella,
los personajes son presentados junto con el motivo de la injusticia que recaerá
sobre Dantès; dentro de esta, el castillo de If enmarca uno de los episodios
más memorables de toda la obra. La segunda parte relata como Dantès se
convirtierte en el misterioso conde de Montecristo y todos los preparativos para
su venganza, utilizando varias localizaciones, pero esencialmente la ciudad de
Roma. En la tercera parte, desde París y
alrededores, Montecristo llevará a cabo la ejecución de su particular justicia,
implicando tanto a antiguos personajes como a los nuevos.
Resulta curioso
saber que la obra está inspirada en un caso verídico, en el cual el justiciero
real acabó asesinando a los otros tres y a su vez murió a manos de un cuarto
conocido que explicaría toda la historia. Pero el adorno literario de Dumas y
su colaborador Auguste Maquet consigue que la literatura haga lucir esa
realidad. Y hablo de Maquet como colaborador porque así fue reconocido por el
propio Dumas, un autor que solía estar rodeado de un sinfín de escritores a sus
órdenes para poder llegar a cumplir con los múltiples encargos que recibía,
aunque siempre dejaba su sello personal en todas las obras. Pero el caso de
Maquet, con quien Dumas escribió sus mejores obras, es diferente porque el
autor siempre aceptó que su trabajo era fruto de una feliz colaboración y por
su parte Maquet se sintió siempre halagado por poder compartir su trabajo con
el gran genio. Puede que la historia haya sido injusta con Maquet, pero también
es cierto que él renunció a los derechos de propiedad y aunque más adelante le
fueron restituidos, la coautoría de las obras nunca le fue reconocida por la
justicia. La vida, en cambio, sí le sonrió y acabó con grandes riquezas,
mientras Dumas moría en la miseria a pesar de todos sus éxitos. Y como muestra
de la admiración que sentía Maquet por Dumas, la carta de agradecimiento
escrita tras una declaración pública del propio Dumas realizada para defenderse
de los ataques que declaraban que no era el autor de sus libros: “Querido
amigo: Nuestra colaboración ha ignorado siempre los números y los contratos.
Una buena amistad, una palabra leal, nos eran tan suficientes, que hemos
escrito medio millón de renglones sobre los asuntos de otros sin jamás pensar
en escribir una palabra sobre los nuestros. Pero un día rompiste el silencio y
fue para lavarnos de calumnias bajas y necias, para hacerme el honor más grande
que pueda esperar: para declarar que había escrito contigo varias obras. Tu
pluma, querido amigo, ha dicho demasiado. Libre eres de hacerme ilustre, no de
asignarme dos veces una renta. ¿No me has pagado ya por los libros que hicimos
juntos? Si no tengo contrato tuyo, tú no tienes recibo mío, y supón, amigo, que
muera: ¿no podrá venirte algún hosco heredero con tu declaración en la mano a
reclamarte lo que ya me has dado? La tinta, ya ves, llama a la tinta, y me
obligas a manchar papel. Declaro renunciar a partir del día de hoy a todos los
derechos de propiedad y de reimpresión por las obras siguientes que hemos
escrito juntos, a saber: El caballero de
Harmenthal, Sylvandire, Los tres mosqueteros, Veinte años después,
continuación de Los mosqueteros, El conde
de Montecristo, La guerra de las mujeres, La reina Margot y El caballero de Maison-Rouge,
considerándome de una vez por todas total y debidamente indemnizado por tu
parte según nuestros acuerdos verbales. Conserva esta carta si puedes, amigo,
para enseñársela al hosco heredero, y dile que en vida me consideré muy contento
y muy honrado de ser colaborador y amigo del más brillante de los novelistas
franceses. Que haga como yo”.
Ilustraciones de Mead Schaeffer |