miércoles, 25 de agosto de 2010

Un cajón de cuentos (XI): La noche de Cagliostro de Jose María Latorre


El género fantástico y de terror no tiene demasiada predicación en nuestro país y ha sufrido un menosprecio constante, lo cual ha hecho que los escritores más "serios" optaran por acercarse sólo en contadas ocasiones y que aquellos que se dedican plenamente pasen desapercibidos ante la dictadura de las grandes editoriales.
Es curioso que un país que ha proporcionado con sus leyendas, mitos y paisajes grandes argumentos para el nacimiento de la literatura gótica y fantástica del XIX -me remito a las obras clave y fundacionales como son las de Jan Potocki, Washington Irving, Mathew G. Lewis, Prosper Merimée, Theophile Gautier y tantas otras- no posea una literatura de tanta raigambre como la anglosajona y en menor medida la francesa. Existen escasos ejemplos aislados de altísima calidad como las obras de Alarcón o Becquer, pero en general la tradición literaria española ha optado más por el realismo. Rafael Llopis, en Historia natural de los cuentos de miedo apunta con gran acierto que "al no haber revolución democrática en nuestro siglo XVIII, faltó el doble fenómeno de escepticismo desmitificador y acceso masivo del pueblo a la alfabetización. Por un lado, a los españoles les faltaba el distanciamiento y el humorismo necesarios para hacer mera literatura de cuestiones que aún resultaban muy serias y hasta sagradas. Por otro, las tradiciones populares -fuente inicial de toda literatura de terror- no tuvieron acceso a la letra impresa y quedaron sepultadas en ese inconsciente, verdaderamente colectivo, que era el pueblo analfabeto. Por todo ello, nuestro tardío romanticismo apenas pasó de moda intelectual y minoritaria".
Este desolador panorama se ha mantenido durante todo el siglo XX y aunque existen gratificantes ejemplos de buen hacer narrativo en el fantástico y maravilloso por parte de autores que se han prodigado con bastante asiduidad (P. Calders, A.Mª Matute, W. Fernández Flórez, J.M. Merino, A. Cunqueiro, P. Pedraza) me temo que es un género vetado y casi desdeñado por la crítica. Aunque yo siento una inclinación por aquellas historias que desbordan y distorsionan la realidad, no apruebo ni entiendo que se hable de géneros menores sino de buena o mala literatura.
Toda esta introducción es como una carta de presentación de un autor español por el que siento mucho aprecio, Jose Mª Latorre. Es un escritor ajeno a las modas que se ha inclinado con pasión por este género durante muchos años. Se puede hablar de él como un escritor de raíz clásica, fiel a un estilo que bebe y recrea los grandes maestros con voz propia. En sus páginas se siente el amor confeso por autores como M. R. James, Poe, Lovecraft o Dickens, con un lenguaje rico y plagado de las referencias culturales que tanto marcan su escritura -música, pintura, cine bordean constantemente sus relatos-. Quizás sea Latorre más reconocido como crítico cinematográfico, pues durante años ha estado al frente de la imprescindible revista Dirigido por, desgranando centenares de películas en sus artículos de referencia para todos los aficionados al cine y en sus libros ya clásicos, entre los cuales me permito aconsejar Los sueños de la palabra y El cine fantástico.
Pero aquí traigo al Latorre escritor de cuentos. Su última colección fue publicada por la editorial Valdemar, atenta siempre a los buenos creadores y referente en la recuperación de los clásicos. Con La noche de Cagliostro y otros relatos de terror, Latorre completa la fascinante colección que suponía Relatos desde la muerte. "El fantástico posee el atractivo de ofrecer muchas alternativas imaginativas a la mediocridad y la grisura de la sociedad: moverte por situaciones extraordinarias y con personajes extremos, internarte por mundos maravillosos, ir más allá de los límites de la ciencia y el conocimiento, tratar temores que están más o menos presentes en el fondo de todos los seres humanos, sacar a la luz por medio del arte los miedos ancestrales, ver y tratar lo monstruoso como parte de la condición humana, moverte por ambientes fascinantes...". Toda una declaración de intenciones sobre lo que nos quiere mostrar en sus obras, como en los relatos que pueblan este libro memorable en ocasiones, donde terrores y misterios aparecen de formas diversas, en diferentes tiempos y lugares distantes para demostrar, como apuntaba Lovecraft, que el miedo y lo ominoso es la emoción más antigua y todo lo abarca.
En el relato que inicia el libro, La noche de Cagliostro, Latorre nos transporta al pleno apogeo del carnaval veneciano y para ello se sirve de la enigmática figura del conde de Cagliostro, un ambiguo y sugerente personaje histórico creador del Rito egipcio (germen de las posteriores obediencias masónicas de carácter más oscuro), alquimista embaucador y poseedor del elixir de la vida. En torno a Cagliostro, con el carnaval de fondo, en el espacio de una oscura noche y la sombra de la figura de la negra señora, el autor consigue apresarnos con una historia donde la muerte lo envuelve todo, donde las mascaras llevan a engaño y donde la magia se muestra inocua en su batalla contra el destino.

martes, 17 de agosto de 2010

Duelo en la cumbre


Un viaje por los refrescantes Alpes suizos me ha sentado de maravilla. El esplendor de tanta belleza paisajística llega a aturdir y por eso es comprensible que sea zona habitual de esquiadores, alpinistas, senderistas y demás gente que necesite embriagarse de naturaleza al tiempo que practica uno u otro deporte o que sencillamente busque una desconexión con la urbe.
Suiza ha vivido muchos años del turismo que atrae hacia sus increíbles cordilleras alpinas, un turismo de origen británico que empezó a finales del siglo XIX.; donde los suizos veían un amplio espacio para que sus famosas vacas pastasen y así fabricar sus excelentes productos lácteos, los británicos atisbaron un lugar idóneo para pasar sus épocas vacacionales y así se desarrolló en aquel país la afición por el montañismo y el esquí.
Según parece la introducción del esquí en Suiza se debe entre otros a Arthur Conan Doyle -o al menos se jactaba de ello-. En sus Memorias y aventuras, Conan Doyle explica que "me puedo preciar de haber sido el primero en introducir los esquís en el cantón de los Grisones, en Suiza, o al menos en demostrar su utilidad como medio para desplazarse en invierno de un valle a otro". Obligado a pasar algunas épocas en Suiza para que su mujer se recuperara de la enfermedad que le aquejaba y que le llevó al sanatorio para tuberculosos de Davos, (donde también habían pasado Stevenson o Paul Eluard y que más tarde Thomas Mann immortalizó en La montaña mágica), Conan Doyle puso en práctica sus conocimientos de esquí en colaboración con los hermanos Branger que eran negociantes de artículos deportivos del lugar. Las aventuras de sus peligrosas travesías pioneras en un país que en aquel entonces no estaba preparado para ello fueron publicadas en forma de artículos y después recopiladas en sus Memorias y aventuras.
Pero para la historia de la literatura, los escarpados Alpes y sus estimulantes paisajes obtuvieron fama como espacio literario gracias a Conan Doyle y a su legendario personaje de Sherlock Holmes. En estos escenarios, Conan Doyle, ya cansado de su creación, intentó poner fin a sus aventuras y aunque ya había meditado deshacerse de él hacía un tiempo, no fue hasta una de esas visitas con su mujer a las cataratas de Reichenbach en agosto de 1893 cuando decidió finalizar sus historias. El autor escribe "Tras completar dos series de relatos (...) vi que corría el peligro de forzar la mano y de que me identificaran exclusivamente con lo que yo consideraba el nivel más bajo de mis logros literarios. Por consiguiente, como prueba de mi resolución, decidí poner fin a la vida de mi héroe. Con este pensamiento en mente fui a pasar unas cortas vacaciones en Suiza con mi esposa, durante las cuales visitamos las maravillosas cataratas de Reichembach, un lugar terrible, que me pareció que sería una tumba digna para el pobre Sherlock, aunque con él enterrase también mi cuenta bancaria". Queda claro que Sherlock Holmes significaba para Conan Doyle un personaje poco interesante, que le apartaba de las que creía sus obras más significativas. El tiempo ha demostrado que muchas veces las mejores creaciones surgen cuando uno no se lo propone y aunque pienso que sus otros personajes tienen una calidad extraordinaria pues surgieron de una pluma deseosa de embelesarnos, ninguno ha calado tanto como para convertirse en el icono que ahora representa.

Después de proponérselo, Conan Doyle tuvo la osadía de acabar con su criatura en el relato El problema final que pertenece a Las Memorias de Sherlock Holmes. Para ello contó con un enfrentamiento entre el detective y el maestro del crimen, el profesor Moriarty, otra de sus célebres creaciones. Moriarty se había convertido en su doble negativo, un personaje odiado y admirado por el propio Holmes y por ello la única figura adecuada para enfrentarse en un duelo titánico de grandes genios. El relato no contiene ningún caso de investigación, pues sólo trata de ir acercado a los personajes hacia su destino fatal, un desenlace que se produce en un escenario que Conan Doyle conocía muy bien, las cataratas de Reichenbach, donde las dos grandes mentes despojadas de cualquier arma se enfrentan en un primitivo cuerpo a cuerpo.
La muerte de Holmes dejó huérfanos a tantos miles de admiradores fieles a una ficción que provocó un alud de protestas. Es difícil imaginarse en la actualidad a la población en masa reclamando más historias literarias y eso hace que Holmes me resulte aún más simpático.
La terquedad de Conan Doyle que se oponía a resucitar a Holmes duró unos años. Finalmente resurgió a través de la extraordinaria novela El sabueso de los Baskerville, una historia que sucedía en fecha anterior a su muerte y que supuso un suculento aumento en sus tarifas como escritor. Más adelante se animó a la redacción de nuevas historias cortas para su personaje, que milagrosamente se había salvado de la muerte y viajado errante por varios países antes de su reaparición. De hecho, aunque Conan Doyle se deshizo de él, tuvo la precaución de no dejar testigos ni cadáveres, con lo cual se aseguró una posible reaparición. Nadie fue capaz de discutirle su manera de rescatarlo porque estaban todos deseosos de volver a disfrutar con nuevas aventuras.